Fue como una revelación. Corría el año 1976 y los Juegos Olímpicos de
Montreal estaban en pleno apogeo, cuando la jovencísima Mariana llegó muy
excitada a su casa, diciendo que quería ser una campeona, como Nadia Comaneci,
la gimnasta que acababa de enmudecer al mundo con un ejercicio perfecto. En ese
instante, el bofetón que le dio su padre fue tan rotundo que la paró en seco,
al tiempo que le reprochaba: “¡Déjate de estupideces Mariana! ¿Campeona tu?
¿Y quién va a ayudar aquí en la casa los días que tu madre salga a trabajar?”.
Tenía razón, pensó Mariana odiándolo con todas sus fuerzas y las lágrimas brotaron de sus ojos descontroladas, ahogándole la respiración y el alma. No debía haber dicho semejante tontería y se culpó por ello.
Tenía razón, pensó Mariana odiándolo con todas sus fuerzas y las lágrimas brotaron de sus ojos descontroladas, ahogándole la respiración y el alma. No debía haber dicho semejante tontería y se culpó por ello.
Aquellos eran otros tiempos. Mariana era la
mayor de seis hermanos y la única chica. Por aquel entonces ella solo tenía 14
años, igual que Nadia Comaneci y ya era la encargada de cuidar a los pequeños y
de ayudar a su madre, que limpiaba en varias casas para aumentar el sustento. Por
eso la niñez de Mariana había sido muy parecida a la vida de los adultos. Ella
no había podido ir a la escuela, no sabía leer ni escribir. Aun así, era muy
lista y conocía al detalle todo el manejo de la casa y de los pequeños, tanto,
que pronto estuvo lista para el matrimonio.
Se casó a los 18, en cuanto se le presentó la primera oportunidad, pero contrario a lo que ella había imaginado, el matrimonio no fue una liberación, sino un cambio de responsabilidades. A los 25, cuando ya había tenido su cuarto hijo, enviudó repentinamente. La desgracia la sorprendió tan ocupada que apenas tuvo tiempo de echar de menos al marido ausente. Tenía que sacar adelante a los hijos, seguía ayudando a su madre, a los suegros y además intentaba sacar tiempo para ir a la escuela de mayores. Esto último, según decía, era lo único y lo mejor que podía hacer por sí misma. Cuando finalmente se alfabetizó, lo primero que hizo fue escribir una carta de su puño y letra a sus hijos, que ya mayores e independientes, se sintieron muy orgullosos de su madre.
Se casó a los 18, en cuanto se le presentó la primera oportunidad, pero contrario a lo que ella había imaginado, el matrimonio no fue una liberación, sino un cambio de responsabilidades. A los 25, cuando ya había tenido su cuarto hijo, enviudó repentinamente. La desgracia la sorprendió tan ocupada que apenas tuvo tiempo de echar de menos al marido ausente. Tenía que sacar adelante a los hijos, seguía ayudando a su madre, a los suegros y además intentaba sacar tiempo para ir a la escuela de mayores. Esto último, según decía, era lo único y lo mejor que podía hacer por sí misma. Cuando finalmente se alfabetizó, lo primero que hizo fue escribir una carta de su puño y letra a sus hijos, que ya mayores e independientes, se sintieron muy orgullosos de su madre.
Hoy, a sus 60 años, ha vivido sin excusas, de
mejor a peor y también lo contrario. Ha sabido de alegrías, gozo o sufrimiento, pero Mariana sigue siendo una luchadora que no pierde la esperanza. Ahora ayuda a
jóvenes en situaciones vulnerables a encontrar su camino y los alienta a soñar que
otra vida es posible y que todo empieza con un sueño.
En alguna ocasión, cuando le preguntan si ella ha
cumplido sus sueños, sonríe. No dice nada, aunque en el fondo siente que sí, que,
a su manera, ha cumplido su sueño de adolescente, no el de ser de ser una gimnasta
como Nadia Comaneci, pero si el de ser una campeona. Una campeona en la vida,
una campeona anónima y sin medalla.