Julio 2014
Nunca supo que me atrapó en su magia y que lo admiraba por su valentía y por la genialidad con que sus hazañas iban cambiando el curso de la historia africana.
Nunca supo que me atrapó en su magia y que lo admiraba por su valentía y por la genialidad con que sus hazañas iban cambiando el curso de la historia africana.
Tampoco supo que lo
seguía fascinado cuando reunía al ejercito zulú para explicarles novedosas
estrategias de guerra o les enseñaba a construir poderosos escudos y afiladas
lanzas para el combate. Nunca supo que estuve junto a él cuando curtía con
espinas las plantas de sus pies para ser
el más veloz en las batallas, ni que me transformé en su sombra para luchar a
su lado contra los colonos invasores. No supo tampoco que yo creía en él y que
no di crédito a los rumores que decían
que la guerra lo estaba volviendo un perturbado.
Por eso, cuando me enteré de
la conspiración que planeaban sus detractores y de cómo lo emboscaron y
acuchillaron sin piedad hasta la muerte, no pude soportarlo. “¿Cómo puede ser?
¡África lo necesita!” grité desolado.
En ese momento me sentí huérfano,
furioso, impotente y reaccioné, como solo un adolescente sabe hacerlo. No quise
saber nada más. ¡Se acabó! Como quien da un portazo, cerré el libro de historia,
lo tiré al suelo, apagué la lamparita y me escondí bajo las sábanas.
Allí
estaba bien, donde nadie pudiera ver mi frustración por la muerte del más
valiente y temerario guerrero de todos los tiempos, el mejor de los estrategas,
el Gran Shaka, mi rey.
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