Demasiado calor.
Supongo. Lo cierto es que los chavales de Altamira del Madrazo no teníamos planes.
Vivíamos ralentizados. Sabíamos lo que íbamos a hacer durante el día y,
eventualmente, lo que haríamos al siguiente. Poco más. No obstante, aunque yo aparentemente
era como el resto, en realidad era diferente. Yo sí tenía un plan. Yo sería maestro.
Y no apenas un maestro cualquiera. Yo sería un maestro igual que Don Ricardo. Él era el mejor.
El único que aportaba algo diferente a nuestras vidas.
—Las
palabras duermen en los libros —nos decía—. Están allí esperando que alguien llegue
y las despierte. Solo entonces se organizan. Son como un ejército al que se le
da la orden de llevarnos en un viaje que comienza siempre en la primera
palabra.
Esta frase,
que él siempre repetía, llegué a interiorizarla tanto, que estaba convencido de que
en el instante en que se abría un libro, algo mágico tenía lugar en su interior.
Don Ricardo
también tenía otras frases, menos poéticas tal vez, pero para mí, igual de
inspiradoras.
—Leer es un
verbo. Una acción. Cuando lean, háganlo siempre con criterio, con opinión —y agregaba—. Aquí no quiero alumnos santurrones, aburridos
y mojigatos. ¡Moved esas neuronas!
Esa era su forma de estimularnos. En sus clases no teníamos que memorizar. Teníamos que reflexionar, opinar y respetar todas las opiniones. Eran siempre las mejores. Con diferencia.
Es por eso que nunca olvidaré la tarde en que estaba yo sentado en la cocina leyendo, mientras mi madre hacía sus faenas y vimos llegar, muy contrariado, a mi tío Octavio, quien ejercía de conserje, encargado de la limpieza y sereno del colegio. Todo al mismo tiempo.
—¿Qué te
pasa? —le preguntó mi madre.
—Pues, que han
despedido a Don Ricardo y acabo de verlo esperando el autobús para marcharse.
Al oír aquello
reaccioné como solo puede hacerlo un chaval de 12 años que está a punto de
perder algo valioso: solté el libro, salté del asiento y desoyendo los gritos
de mi madre eché a correr vereda abajo. Corría tan rápido que apenas podía
esquivar a los perros que salían ladrando a mi paso. Unos 500 metros separaban
mi casa de la estación. Demasiados. Forcé mis piernas a todo lo que daban, pero
no llegué a tiempo. Faltándome escasos metros, el autobús donde iba Don Ricardo
se puso en marcha. Yo seguí corriendo detrás, gritando su nombre, hasta que
tuve que parar, atrapado en una enorme nube de polvo.
Regresé a
casa desconsolado, sucio y con un solo zapato. El otro lo perdí mientras corría.
Esa noche me fui a la cama con el regaño de mi padre y las burlas de mis hermanos que sabían que al día siguiente yo tendría que ir a la escuela con los zapatos
viejos, que ya me estaban pequeños.
Pero ni el
regaño de mi padre, ni las burlas de mis hermanos eran nada comparado con la
pena que yo sentía por no haber podido despedirme de mi maestro. Me sentía un
ingrato y un malagradecido. Ese pesar me perseguiría durante toda la adolescencia.
Llegué incluso a imaginar que podría remediarlo guardando los cuadernos con todas
las notas que había ido tomado en sus clases. Algún día, cuando lo volviera a
ver, se los mostraría como prueba de agradecimiento. Esos cuadernos los guardé
durante una temporada, pero con el paso del tiempo, la idea de mostrárselos fue
perdiendo fuelle. No así mis deseos de volverlo a ver.
Muchos años más
tarde, acepté un puesto para trabajar en un pueblecito a unos 80 kilómetros de distancia,
que resultó ser el pueblo donde residía Don Ricardo con su mujer y yo, en cuanto
lo supe, quise visitarlo.
Iba emocionado
y nervioso. Veinte años son muchos años. En la puerta me recibió su mujer,
Violeta, quien me hizo pasar y me señaló con la mano a Don Ricardo.
Yo había conservado
nítida la imagen de un hombre de pequeña estatura, sencillo, suspicaz, con gran
sentido del humor, sincero hasta molestar, de esos que dicen lo que piensan, y
sabido es que eso a veces incómoda —de ahí que lo despidieran alegando que sus métodos
educativos no se ajustaban a las reglas—. Sin embargo, aquel recuerdo lejos
estaba de parecerse a la figura del anciano diminuto y huesudo, que me miró desde
su sillón con unos ojos vidriosos como único atisbo de vida.
—¿Puede oírme?
—le pregunté torpemente a Violeta.
—Si, puede —me
respondió ella y me aclaró—. Pero difícilmente te conteste. Hace años que tiene
dificultad y solo habla conmigo, porque solo yo lo entiendo.
Me senté a
su lado y sentí que volvía a ser aquel chavalín de 12 años. Él seguía mirándome
en silencio y yo entonces le conté que era maestro, como él, que había hecho
mías muchas de sus frases. “Leer es un verbo”. ¿Se acuerda? Le hablé también de
libros, de nuevos escritores, como un tal Carlos Ruiz Zafón, que estaba conquistando
muchos lectores y de mi última adquisición: una publicación que reunía la correspondencia
entre Chejov y Gorki que era una auténtica delicia y prometí leérsela en la
próxima visita.
Aunque aquel
encuentro había sido muy diferente del que yo había imaginado, la admiración, el
respeto y la gratitud que me producía Don Ricardo continuaban intactos.
Desgraciadamente, no hubo una próxima
visita. A los pocos días falleció.
—Lo que más
me duele —le dije a Violeta— es que, por segunda vez, no llegué a tiempo. Don
Ricardo se ha ido sin saber siquiera que estuve a visitarlo, pues yo, de la
emoción, olvidé identificarme.
—No hacía
falta, él te reconoció —me respondió ella—. Después que te fuiste me dijo que tú
eras German, aquel chico de Altamira del Madrazo, su mejor alumno, del que no pudo
despedirse. Él estaba ya en el autobús cuando te vio venir corriendo. Te dijo adiós
y luego te perdió de vista. Dijo que te quedaste envuelto en una nube de polvo.
¡Enhorabuena! Estupendo relato.
ResponderEliminarMuchísimas gracias por tu comentario.
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