Acepté hacer el camino de Santiago por pura rendición. No
por convicción. Me aterrorizaba la idea de pasar un mes junto a Samuel viviendo
prácticamente a la intemperie. Los hilos que nos unían se habían cortado justo después
de la muerte de nuestro hijo Abel y desde entonces, vivíamos bajo el mismo techo espalda con
espalda. Hablábamos sin mirarnos a los ojos. Malvivíamos en una deriva sin
salida, presos del rencor y de la culpa. Fue por eso que mi psicólogo me insistió:
Samuel también aceptó sin rechistar y diez días después partimos de Valencia rumbo a Burgos. Allí tomaríamos el camino francés, para hacer a pie 500 kilómetros hasta la Catedral. Lo bueno de estar recién jubilado es que puedes hacer planes en cualquier momento, sin otros compromisos.
Las dos primeras semanas transcurrieron en silencio. Cada uno desde su hermetismo iba descubriendo la experiencia de convertirse en peregrino. Desde la muerte de Abel prácticamente no salíamos de casa y en el camino, todo era nuevo. Yo intenté llevar un diario, en el que escribí: "Día 1. Desayuno: Leche con galletas y frutas". Inmediatamente, desistí.
Íbamos bien equipados. A razón de 15 kilómetros por día, recorríamos senderos con paisajes salpicados de grandes prados que alternaban con bosques de robles, hayas, choperas y exuberantes helechos. Era cierto lo que decían, allí la tierra rebosa vida. Se manifiesta en los árboles, en sus oquedades, en el viento que mueve las ramas para regalarte mil tonos de verdes, en el agua de los ríos y las fuentes, que es la misma que se acumula en el envés de las hojas. Sientes que la naturaleza tiene el control. La belleza exterior también te cala dentro. Te calma. Te reconcilia. Por eso allí no había cabida para nuestros reproches. No tuve que escuchar que Samuel me dijera que yo había criado a nuestro hijo como un gandul, un vago con ínfulas de sabelotodo, con una marcada inclinación a colocarse siempre del lado equivocado. Yo, por mi parte, tampoco le reproché el haber sido un padre desentendido y ausente, más preocupado con la música y las giras que con su familia. No. Allí no podíamos culparnos mutuamente de haber fallado como padres o de haber consentido a Abel como se consiente a un enfermo. Allí no. Allí la naturaleza te absorbe, te somete. No puedes profanarla con tu encono. Se respira de otra manera, el corazón late diferente y sientes diferente, como si el camino ordenara las emociones.
Recuerdo especialmente el día que atravesamos los Ancares Lucenses y a casi 1300 metros de altitud, llegamos a la aldea de O Cebreiro. Es un lugar como no hay otro. Su belleza es sobrecogedora, solo puedes admirarla. Samuel me sorprendió sacando de la mochila su viejo violín. Hacía mucho que no tocaba, aunque conociendo su oído, capaz de distinguir notas musicales en el croar de las ranas, sabía que tocaría con el virtuosismo de siempre. Y así fue. Se posicionó, cerró los ojos y los acordes fluyeron limpios, quebrando el silencio para expresar de la mejor forma que sabía: ¡Galicia, a tus pies! Fue un instante mágico.
Esa noche, mientras cenábamos en el albergue, tuve otra sorpresa. Un grupo de antiguos alumnos que hacían el camino, se acercó a saludarme. Es lo que tiene haber sido profesora de español durante casi 35 años, encuentras exalumnos por todos lados. Cuando acabamos, un hombre que parecía ser un guía, se acercó a Samuel y le dijo:
—Hoy le oí tocar el violín. Muy bonito. ¿Por qué no nos toca algo?
Y así, sobreponiéndose al cansancio, Samuel amenizó la velada. Se le unió un chico con una guitarra y nos lanzamos a cantar esas canciones que nunca pasan de moda. Otros espontáneos también se acercaron. Nos unía la alegría contagiosa que la música es capaz de crear. Por fin experimentábamos el espíritu del camino. Me sentía bien. Muy bien. Aún era capaz de sonreír y disfrutar.
Me fui a dormir exhausta y soñé con Abel. No recuerdo los detalles, pero fue un sueño sosegado. No fue la pesadilla recurrente que siempre me atormentaba haciéndome revivir, una y otra vez, la noche en que él murió. La llamada de la policía. El hospital. Que nos dijeran que fue una sobredosis. Y yo preguntándole desesperada ¿por qué torció su camino?, ¿en qué momento perdió el control?, ¿en qué pensaba cuando se inyectó aquello?, ¿en qué habíamos fallado?
Seguimos adelante. Sin prisa. A nuestro ritmo. Pendientes de los kilómetros que faltaban, de mantenernos hidratados, de protegernos del sol, de atenuar el dolor de los pies cansados. Pensar en Abel había dejado de ser un redoble de tambores machacándome en las sienes y había pasado a ser como una trompeta en sordina, con su sonido atenuado, con el que nos pedía mantenernos siempre unidos.
Confundidos con otros peregrinos llegamos a la Plaza del Obradoiro. Imponente como la Catedral. Samuel y yo nos abrazamos. Fue algo espontáneo, instintivo. Lo habíamos conseguido. Llegamos adoloridos, pero ligeros, como si hubiéramos soltado lastre. Como si hubiéramos aprovechado cada paso del camino para darle un puntapié a esos cascotes que tanto nos pesaban. Porque según se mire, el camino puede ser eso, un enorme desescombro.
Luego, ante las reliquias del Apóstol Santiago, prometí que volveríamos.
—En invierno, mejor en invierno —balbuceó Samuel y ambos reímos.
En el autobús de regreso a casa, me preguntaba si se habría cumplido la profecía que dice que no eres la misma persona cuando comienzas el camino que cuando lo terminas, pero no tuve tiempo de responderme. Por la radio escuchamos que los primeros refugiados de la guerra de Ucrania ya estaban en Valencia y se necesitaban profesores de castellano, de música, entre otras especialidades, para ayudarles en su integración. Samuel me tomó la mano y nos miramos largamente. Ambos teníamos claro como continuar nuestro camino.