viernes, 27 de mayo de 2022

Nuestro camino


    Acepté hacer el camino de Santiago por pura rendición. No por convicción. Me aterrorizaba la idea de pasar un mes junto a Samuel viviendo prácticamente a la intemperie. Los hilos que nos unían se habían cortado justo después de la muerte de nuestro hijo Abel y desde entonces, vivíamos bajo el mismo techo espalda con espalda. Hablábamos sin mirarnos a los ojos. Malvivíamos en una deriva sin salida, presos del rencor y de la culpa. Fue por eso que mi psicólogo me insistió:

     —Piensa que será como hacer un paréntesis. Crear un espacio para vivir algo diferente. Una felicidad pequeña. Acotada. Algo que dinamite  vuestra rutina —y agregó—. Sinceramente, deberías intentarlo.

    Samuel también aceptó sin rechistar y diez días después partimos de Valencia rumbo a Burgos. Allí tomaríamos el camino francés, para hacer a pie 500 kilómetros hasta la Catedral. Lo bueno de estar recién jubilado es que puedes hacer planes en cualquier momento, sin otros compromisos.

    Las dos primeras semanas transcurrieron en silencio. Cada uno desde su hermetismo iba descubriendo la experiencia de convertirse en peregrino. Desde la muerte de Abel prácticamente no salíamos de casa y en el camino, todo era nuevo. Yo intenté llevar un diario, en el que escribí: "Día 1. Desayuno: Leche con galletas y frutas". Inmediatamente, desistí.

    Íbamos bien equipados. A razón de 15 kilómetros por día, recorríamos senderos con paisajes salpicados de grandes prados que alternaban con bosques de robles, hayas, choperas y exuberantes helechos. Era cierto lo que decían, allí la tierra rebosa vida. Se manifiesta en los árboles, en sus oquedades, en el viento que mueve las ramas para regalarte mil tonos de verdes, en el agua de los ríos y las fuentes, que es la misma que se acumula en el envés de las hojas. Sientes que la naturaleza tiene el control. La belleza exterior también te cala dentro. Te calma. Te reconcilia. Por eso allí no había cabida para nuestros reproches. No tuve que escuchar que Samuel me dijera que yo había criado a nuestro hijo como un gandul, un vago con ínfulas de sabelotodo, con una marcada inclinación a colocarse siempre del lado equivocado. Yo, por mi parte, tampoco le reproché el haber sido un padre desentendido y ausente, más preocupado con la música y las giras que con su familia.  No. Allí no podíamos culparnos mutuamente de haber fallado como padres o de haber consentido a Abel como se consiente a un enfermo. Allí no. Allí la naturaleza te absorbe, te somete. No puedes profanarla con tu encono. Se respira de otra manera, el corazón late diferente y sientes diferente, como si el camino ordenara las emociones.

    Recuerdo especialmente el día que atravesamos los Ancares Lucenses y a casi 1300 metros de altitud, llegamos a la aldea de O Cebreiro. Es un lugar como no hay otro. Su belleza es sobrecogedora, solo puedes admirarla. Samuel me sorprendió sacando de la mochila su viejo violín. Hacía mucho que no tocaba, aunque conociendo su oído, capaz de distinguir notas musicales en el croar de las ranas, sabía que tocaría con el virtuosismo de siempre. Y así fue. Se posicionó, cerró los ojos y los acordes fluyeron limpios, quebrando el silencio para expresar de la mejor forma que sabía: ¡Galicia, a tus pies! Fue un instante mágico.

    Esa noche, mientras cenábamos en el albergue, tuve otra sorpresa. Un grupo de antiguos alumnos que hacían el camino, se acercó a saludarme. Es lo que tiene haber sido profesora de español durante casi 35 años, encuentras exalumnos por todos lados. Cuando acabamos, un hombre que parecía ser un guía, se acercó a Samuel y le dijo:

    —Hoy le oí tocar el violín. Muy bonito. ¿Por qué no nos toca algo?

    Y así, sobreponiéndose al cansancio, Samuel amenizó la velada. Se le unió un chico con una guitarra y nos lanzamos a cantar esas canciones que nunca pasan de moda. Otros espontáneos también se acercaron. Nos unía la alegría contagiosa que la música es capaz de crear. Por fin experimentábamos el espíritu del camino. Me sentía bien. Muy bien. Aún era capaz de sonreír y disfrutar.

    Me fui a dormir exhausta y soñé con Abel. No recuerdo los detalles, pero fue un sueño sosegado. No fue la pesadilla recurrente que siempre me atormentaba haciéndome revivir, una y otra vez, la noche en que él murió. La llamada de la policía. El hospital. Que nos dijeran que fue una sobredosis. Y yo preguntándole desesperada ¿por qué torció su camino?, ¿en qué momento perdió el control?, ¿en qué pensaba cuando se inyectó aquello?, ¿en qué habíamos fallado?

    Seguimos adelante. Sin prisa. A nuestro ritmo. Pendientes de los kilómetros que faltaban, de mantenernos hidratados, de protegernos del sol, de atenuar el dolor de los pies cansados. Pensar en Abel había dejado de ser un redoble de tambores machacándome en las sienes y había pasado a ser como una trompeta en sordina, con su sonido atenuado, con el que nos pedía mantenernos siempre unidos.

    Confundidos con otros peregrinos llegamos a la Plaza del Obradoiro. Imponente como la Catedral. Samuel y yo nos abrazamos. Fue algo espontáneo, instintivo. Lo habíamos conseguido. Llegamos adoloridos, pero ligeros, como si hubiéramos soltado lastre. Como si hubiéramos aprovechado cada paso del camino para darle un puntapié a esos cascotes que tanto nos pesaban. Porque según se mire, el camino puede ser eso, un enorme desescombro.

    Luego, ante las reliquias del Apóstol Santiago, prometí que volveríamos.

    —En invierno, mejor en invierno —balbuceó Samuel y ambos reímos.

    En el autobús de regreso a casa, me preguntaba si se habría cumplido la profecía que dice que no eres la misma persona cuando comienzas el camino que cuando lo terminas, pero no tuve tiempo de responderme. Por la radio escuchamos que los primeros refugiados de la guerra de Ucrania ya estaban en Valencia y se necesitaban profesores de castellano, de música, entre otras especialidades, para ayudarles en su integración. Samuel me tomó la mano y nos miramos largamente. Ambos teníamos claro como continuar nuestro camino.

jueves, 21 de abril de 2022

Centuria. Cien breves novelas-río

Todo lo excelso es tan difícil como raro.
BARUCH SPINOZA


     Escrita por el milanés Giorgio Manganelli y publicada por Anagrama en el año 2011, como parte de la colección Otra vuelta de tuerca, se trata de una obra que pertenece por derecho propio a la élite de los libros innovadores. De altísima calidad literaria, constituye un ejercicio de sabiduría desde la primera hasta la última página. No exagero. 

    Esta obra se compone, efectivamente, de cien novelas completas a las que el autor ha ido cincelado, hasta dejarles solo la esencia. Son novelas «a las que se le ha extraído el aire», en el decir del propio Manganelli. Cada una ocupa un folio. Espacio suficiente para abordar temas como el amor, la muerte, las relaciones interpersonales, pasando por bestiarios fantásticos y aventuras, en lo que parecería ser un divertimento, pero que está lejos de serlo. 

    Escritas con una prosa espléndida, estas cien historias atemporales escapan de todo lo lógico y lo evidente. Eventos rutinarios quedan desprovistos de racionalidad para colocarnos frente a frente con unicornios que esperan en la parada del autobús, asesinos y ladrones que nunca lo fueron, estatuas insatisfechas, amantes que no se conocen, un hombre que usa ilegalmente los sueños ajenos, fantasmas aburridos, molestos vecinos inexistentes, cazadores, prisioneros, escritores, caballeros, emperadores, bandidos, hadas, ángeles o piratas. Con toda esta pléyade podemos compartir momentos oníricos, ingeniosos, muy divertidos y en ningún caso banales. 

    Contando en todo momento con la complicidad del lector, Manganelli le da la vuelta a lo convencional y construye mundos imposibles y carentes de sentido. Aun así, consigue conmovernos y contarnos algo nuevo sobre nosotros mismos y lo hace con una mirada profunda, inteligente y totalmente original. Cada historia suya nos enseña y nos deleita, desde la sorpresa. Es como si una breve ola gigante nos atrapara, nos arremolinara, nos arrastrara al fondo, para luego alzarnos y lanzarnos contra el arrecife. Y ahí nos quedamos, empapados, sangrando adoloridos y a la vez sonrientes, con los ojos anclados a sus páginas y repitiéndonos al concluir cada relato: lo ha vuelto a hacer.

    No por casualidad el propio Italo Calvino dijo en una ocasión refiriéndose a este autor: «la literatura italiana tiene un escritor que no se parece a ningún otro, inconfundible en cada una de sus frases, un inventor irresistible e inagotable en sus juegos con el lenguaje y las ideas». 

    En cualquier caso, Centuria. Cien breves novelas-río es mucho más que puro virtuosismo narrativo. Es la fiesta de la imaginación y la fantasía. Es el ofrecimiento de cien motivos para experimentar y celebrar la magia del lenguaje. Es un imprescindible para los amantes de la narrativa breve y un regalo para todo aquel que, sin serlo, se aventure a la experiencia que supone sumergirse entre sus páginas. 

    Y para aquellos que piensan que exagero, un último comentario: ¡leedlo! Vale la pena. Es más, me atreveré a decir lo que os pasará: Manganelli os tomará de la mano, os llevará a la cima del acantilado, os hará saltar y mucho antes de que hayáis tocado fondo, ya os habrá convencido de que se puede respirar debajo del agua. Y es que, llevando este libro extraordinario como escafandra, se puede. Claro que se puede. No exagero.



sábado, 29 de enero de 2022

Leer es un verbo

Demasiado calor. Supongo. Lo cierto es que los chavales de Altamira del Madrazo no teníamos planes. Vivíamos ralentizados. Sabíamos lo que íbamos a hacer durante el día y, eventualmente, lo que haríamos al siguiente. Poco más. No obstante, aunque yo aparentemente era como el resto, en realidad era diferente. Yo sí tenía un plan. Yo sería maestro. Y no apenas un maestro cualquiera. Yo sería un maestro igual que Don Ricardo. Él era el mejor. El único que aportaba algo diferente a nuestras vidas.

—Las palabras duermen en los libros —nos decía—. Están allí esperando que alguien llegue y las despierte. Solo entonces se organizan. Son como un ejército al que se le da la orden de llevarnos en un viaje que comienza siempre en la primera palabra.

Esta frase, que él siempre repetía, llegué a interiorizarla tanto, que estaba convencido de que en el instante en que se abría un libro, algo mágico tenía lugar en su interior.

Don Ricardo también tenía otras frases, menos poéticas tal vez, pero para mí, igual de inspiradoras.

—Leer es un verbo. Una acción. Cuando lean, háganlo siempre con criterio, con opinión —y agregaba—.  Aquí no quiero alumnos santurrones, aburridos y mojigatos. ¡Moved esas neuronas!

Esa era su forma de estimularnos. En sus clases no teníamos que memorizar. Teníamos que reflexionar, opinar y respetar todas las opiniones. Eran siempre las mejores. Con diferencia. 

Es por eso que nunca olvidaré la tarde en que estaba yo sentado en la cocina leyendo, mientras mi madre hacía sus faenas y vimos llegar, muy contrariado, a mi tío Octavio, quien ejercía de conserje, encargado de la limpieza y sereno del colegio. Todo al mismo tiempo.

—¿Qué te pasa? —le preguntó mi madre.

—Pues, que han despedido a Don Ricardo y acabo de verlo esperando el autobús para marcharse.

Al oír aquello reaccioné como solo puede hacerlo un chaval de 12 años que está a punto de perder algo valioso: solté el libro, salté del asiento y desoyendo los gritos de mi madre eché a correr vereda abajo. Corría tan rápido que apenas podía esquivar a los perros que salían ladrando a mi paso. Unos 500 metros separaban mi casa de la estación. Demasiados. Forcé mis piernas a todo lo que daban, pero no llegué a tiempo. Faltándome escasos metros, el autobús donde iba Don Ricardo se puso en marcha. Yo seguí corriendo detrás, gritando su nombre, hasta que tuve que parar, atrapado en una enorme nube de polvo.

Regresé a casa desconsolado, sucio y con un solo zapato. El otro lo perdí mientras corría. Esa noche me fui a la cama con el regaño de mi padre y las burlas de mis hermanos que sabían que al día siguiente yo tendría que ir a la escuela con los zapatos viejos, que ya me estaban pequeños.

Pero ni el regaño de mi padre, ni las burlas de mis hermanos eran nada comparado con la pena que yo sentía por no haber podido despedirme de mi maestro. Me sentía un ingrato y un malagradecido. Ese pesar me perseguiría durante toda la adolescencia. Llegué incluso a imaginar que podría remediarlo guardando los cuadernos con todas las notas que había ido tomado en sus clases. Algún día, cuando lo volviera a ver, se los mostraría como prueba de agradecimiento. Esos cuadernos los guardé durante una temporada, pero con el paso del tiempo, la idea de mostrárselos fue perdiendo fuelle. No así mis deseos de volverlo a ver.

Muchos años más tarde, acepté un puesto para trabajar en un pueblecito a unos 80 kilómetros de distancia, que resultó ser el pueblo donde residía Don Ricardo con su mujer y yo, en cuanto lo supe, quise visitarlo.

Iba emocionado y nervioso. Veinte años son muchos años. En la puerta me recibió su mujer, Violeta, quien me hizo pasar y me señaló con la mano a Don Ricardo.

Yo había conservado nítida la imagen de un hombre de pequeña estatura, sencillo, suspicaz, con gran sentido del humor, sincero hasta molestar, de esos que dicen lo que piensan, y sabido es que eso a veces incómoda —de ahí que lo despidieran alegando que sus métodos educativos no se ajustaban a las reglas—. Sin embargo, aquel recuerdo lejos estaba de parecerse a la figura del anciano diminuto y huesudo, que me miró desde su sillón con unos ojos vidriosos como único atisbo de vida.

—¿Puede oírme? —le pregunté torpemente a Violeta.

—Si, puede —me respondió ella y me aclaró—. Pero difícilmente te conteste. Hace años que tiene dificultad y solo habla conmigo, porque solo yo lo entiendo.

Me senté a su lado y sentí que volvía a ser aquel chavalín de 12 años. Él seguía mirándome en silencio y yo entonces le conté que era maestro, como él, que había hecho mías muchas de sus frases. “Leer es un verbo”. ¿Se acuerda? Le hablé también de libros, de nuevos escritores, como un tal Carlos Ruiz Zafón, que estaba conquistando muchos lectores y de mi última adquisición: una publicación que reunía la correspondencia entre Chejov y Gorki que era una auténtica delicia y prometí leérsela en la próxima visita.

Aunque aquel encuentro había sido muy diferente del que yo había imaginado, la admiración, el respeto y la gratitud que me producía Don Ricardo continuaban intactos.

Desgraciadamente, no hubo una próxima visita. A los pocos días falleció.

—Lo que más me duele —le dije a Violeta— es que, por segunda vez, no llegué a tiempo. Don Ricardo se ha ido sin saber siquiera que estuve a visitarlo, pues yo, de la emoción, olvidé identificarme.

—No hacía falta, él te reconoció —me respondió ella—. Después que te fuiste me dijo que tú eras German, aquel chico de Altamira del Madrazo, su mejor alumno, del que no pudo despedirse. Él estaba ya en el autobús cuando te vio venir corriendo. Te dijo adiós y luego te perdió de vista. Dijo que te quedaste envuelto en una nube de polvo.


sábado, 26 de junio de 2021

El sueño de Mariana



Fue como una revelación. Corría el año 1976 y los Juegos Olímpicos de Montreal estaban en pleno apogeo, cuando la jovencísima Mariana llegó muy excitada a su casa, diciendo que quería ser una campeona, como Nadia Comaneci, la gimnasta que acababa de enmudecer al mundo con un ejercicio perfecto. En ese instante, el bofetón que le dio su padre fue tan rotundo que la paró en seco, al tiempo que le reprochaba: “¡Déjate de estupideces Mariana! ¿Campeona tu? ¿Y quién va a ayudar aquí en la casa los días que tu madre salga a trabajar?”.
Tenía razón, pensó Mariana odiándolo con todas sus fuerzas y las lágrimas brotaron de sus ojos descontroladas, ahogándole la respiración y el alma. No debía haber dicho semejante tontería y se culpó por ello.

Aquellos eran otros tiempos. Mariana era la mayor de seis hermanos y la única chica. Por aquel entonces ella solo tenía 14 años, igual que Nadia Comaneci y ya era la encargada de cuidar a los pequeños y de ayudar a su madre, que limpiaba en varias casas para aumentar el sustento. Por eso la niñez de Mariana había sido muy parecida a la vida de los adultos. Ella no había podido ir a la escuela, no sabía leer ni escribir. Aun así, era muy lista y conocía al detalle todo el manejo de la casa y de los pequeños, tanto, que pronto estuvo lista para el matrimonio.
Se casó a los 18, en cuanto se le presentó la primera oportunidad, pero contrario a lo que ella había imaginado, el matrimonio no fue una liberación, sino un cambio de responsabilidades. A los 25, cuando ya había tenido su cuarto hijo, enviudó repentinamente. La desgracia la sorprendió tan ocupada que apenas tuvo tiempo de echar de menos al marido ausente. Tenía que sacar adelante a los hijos, seguía ayudando a su madre, a los suegros y además intentaba sacar tiempo para ir a la escuela de mayores. Esto último, según decía, era lo único y lo mejor que podía hacer por sí misma. Cuando finalmente se alfabetizó, lo primero que hizo fue escribir una carta de su puño y letra a sus hijos, que ya mayores e independientes, se sintieron muy orgullosos de su madre.

Hoy, a sus 60 años, ha vivido sin excusas, de mejor a peor y también lo contrario. Ha sabido de alegrías, gozo o sufrimiento, pero Mariana sigue siendo una luchadora que no pierde la esperanza. Ahora ayuda a jóvenes en situaciones vulnerables a encontrar su camino y los alienta a soñar que otra vida es posible y que todo empieza con un sueño.

En alguna ocasión, cuando le preguntan si ella ha cumplido sus sueños, sonríe. No dice nada, aunque en el fondo siente que sí, que, a su manera, ha cumplido su sueño de adolescente, no el de ser de ser una gimnasta como Nadia Comaneci, pero si el de ser una campeona. Una campeona en la vida, una campeona anónima y sin medalla.


lunes, 8 de marzo de 2021

Tarde de viernes por Madrid

Llegó corriendo al colegio donde le esperaba María. Estaba acordado que pasarían la tarde juntos y luego ella regresaría con su madre. Era así desde el divorcio.

–Mejor no le cuentes a tu madre que me retrasé. ¿Vale?

–Vale papá. Pero, ¿qué gano yo mintiéndole a mamá?

Él tragó saliva antes de responder:

–¡Ah, listilla mía! Pues mira, tú ganarás un inolvidable paseo a pie por el Madrid más emblemático y cautivador. Ganarás la luz de esta bella ciudad. Ganarás sus callejuelas, su gente. Ganarás…

–Entendí papá –interrumpió María– no tienes dinero ni para el autobús.


Relato finalista del Concurso de Microrrelatos Ganarás la Luz convocado por Escuela de Escritores en Dic/2017. El ganador fue Asier Susaeta con el relato El orden de las cosas. Ganador y finalistas se pueden leer aquí 


Se puede escuchar en el PODCAST  de Las lecturas del abu 

en la voz de Raúl Luna pinchando aquí





 

martes, 23 de febrero de 2021

¡Ayuda!

 

Repito, por si alguien me escucha, soy Miguelón, de Requena, un pueblo de Valencia y no tengo tiempo.

Ella llegará en cualquier momento y lo hará, como siempre hace, volando bajo, cortando el aire con acrobáticos zigzags para llamar la atención. Luego, revoloteará con aspaviento hasta posarse sobre mi cabeza, para acabar salpicándome de mierda las orejas, los ojos y el hocico.

Sí, han oído bien: hocico ¿Quién lo diría? ¡Yo, con hocico!

En fin, que solo cuando ella crea que me ha humillado ya lo suficiente, se marchará conforme vino, dejándome en el aire su habitual “¡te lo advertí!”

Y tanto que lo hizo…

Fue la tarde que mencioné lo del divorcio. ¡Ni muerta!, gritó. Estaba frenética y conducía como una loca. No vio que el semáforo cambió.  Yo tampoco. Solo vimos el camión. Luego fue el túnel hacia la luz, realmente un tobogán angosto y resbaladizo que conduce directamente al Karma, esa especie de Juez etéreo que, dicho sea de paso, no es imparcial. Para nada. De serlo, ella no volaría libre en el cuerpo de una paloma y yo no estaría aquí, atrapado en la estatua del gato que hay en el parque de Requena.

¡Ya viene!



Publicado en Esta Noche te Cuento (Febrero/2017)

lunes, 11 de mayo de 2020

Olvidados


Estamos aquí, justo al final del pasillo, en el trastero olvidado. Yo llegué hace dos meses y para mi sorpresa, no estaba solo. Jacinto y Clarisa ya estaban aquí, ¡desde hace 3 años!

Con mi llegada, ellos tienen menos espacio, pero, aun así, estamos bien y nos reímos mucho. Incluso tenemos nuestra propia rutina. De día, no hacemos ruido, solo dormimos. De noche, cuando el resto duerme, salimos a por comida y a estirar las piernas.  

Ayer por la noche, Mariana nos vio andando por el pasillo y se puso a gritar. Casi nos descubren. Suerte que creyeron que era otro de sus delirios y no le hicieron caso.

Esta mañana hemos escuchado una conversación. Yo entendí que decían algo de “fumigar por la pandemia”, pero Jacinto, que es muy testarudo, dice que no. Según él, lo que decían era algo de “blasfemia”.

¿Blasfemia? Yo creo que se equivoca, pero no he querido discutírselo, porque a él le sienta mal que insinúen que es sordo. Y lo es, pero no admite que se lo digan. 

Solo espero que alguien nos eche en falta y nos busque, si algo malo estuviera sucediendo en la residencia.



Relato seleccionado entre los 30 finalistas en el Concurso convocado por Zenda de Historias sobre nuestros mayores. Mayo/2020

La confesión de la Gioconda


Hay siempre una sensación de urgencia en todas las pinturas que han conseguido burlar el tiempo y siguen ahí, tan solo para enriquecer la existencia de quienes visitan el museo. Su misión es atrapar al visitante, seducirlo y dejarlo absorto, sumido en ese gozo estético que produce la contemplación de la belleza. 
El problema surge cuando, superado el deslumbramiento, algunos visitantes, no satisfechos con lo que ha dado de sí una pintura, se transforman en su crítico y en un santiamén la desmontan, la diseccionan y la destripan para sentirse eruditos, explicando las motivaciones del pintor, asegurando que la modelo era la mujer de, o la amante de, que posó embarazada, que estaba enferma o afirmando incluso que era hombre, no mujer. 
Yo escucho sus comentarios y ante la imposibilidad de gritar «¡No tenéis ni idea!», los persigo con la mirada, mientras esbozo mi misteriosa sonrisa.

Microrrelato publicado en ENTC y en Diario Sur 
Podcast: Las Lecturas del Abu por Raúl Luna

domingo, 21 de febrero de 2016


Realidad Paralela




Ella le insistió: "Cierra los ojos. Piensa en esa playa idílica. Visualízala. Siente la brisa en tu cara y la arena bajo tus pies. Déjate llevar. Camina. Disfruta de esa paz”. Instantes después, el hombre dormía con la complacencia de un niño. Sin embargo ella observaba desconfiada ambos lados de la calle solitaria. 

Solo cuando comprobó que todo estaba en aparente calma, se acostó junto a él, aprovechando parte del cartón y la manta encontrada en la basura. Luego cerró los ojos, lo buscó con la mirada y al verlo descalzo, caminando tranquilamente por la orilla, corrió tras él.





Relato Ganador del Mes de Enero - Calendario Microcuentista
La selección del texto ganador y las dos menciones especiales estuvo a cargo del escritor Fabián Vique (Argentina, 1966) narrador, profesor y editor. Pertenece a la Orden de la Brillante Brevedad (OBB), grupo literario dedicado a dar a conocer el microrrelato. Ha publicado varios libros de este género.
http://revistamicrorrelatos.blogspot.com.es/2015/02/ganadores-mes-de-enero-calendario.html
Para ver la publicación, pinchar aquí

martes, 22 de septiembre de 2015

Réquiem por Nkuati, el Viejo-Sol



Cada mañana, en el instante justo que el sol asoma entre las montañas, el viejo Nkuati repite el mismo ritual: con los brazos en cruz y lágrimas de emoción, da gracias al sol por más un día de luz y calor. Luego abraza a su mujer y se va a faenar al campo. El sol por su parte, le devuelve su gratitud en forma de energía para el sustento. Ha sido así día tras día, sin faltar uno, desde que el tiempo es tiempo, haciendo que la existencia de Nkuati  esté profundamente ligada al sol. A sus no-se-sabe-cuántos años, puede decirse que su ciclo no es vital, sino solar. Tanto que los aldeanos en señal de respeto y admiración, lo llaman “Nkuati, el Viejo-Sol”. 
Sin embargo hoy sucedió algo terrible. La mañana parecía noche. El sol no salió por entre las montañas como cada día y Nkuati no se despertó. Una densa nube presagiaba lo peor. Su mujer desesperada pidió ayuda y un médico local se personó en la cabaña, abriéndose paso entre la oscuridad. “¿De qué ha muerto?”, le preguntaban los aldeanos, a lo que el médico, después de examinar minuciosamente el cuerpo, respondió: 
Nkuati ha muerto por la ausencia del sol. 
Los allí presentes sintieron que se equivocaba. Incrédulos se miraron en silencio, convencidos de que todo estaba sucediendo justamente al revés.


Relato finalista en el III Concurso de Microrrelatos de Casa África

Cazadores






La mañana es clara en el Serengueti y una brisa tranquila recorre la inmensidad de la sabana. Allí todo se ha vuelto  un premeditado silencio para que puedan observarse. Al acecho, ambos esperan obtener su recompensa. 
El fotógrafo de pie, inmóvil, parapetado tras el enorme zoom, sueña con hacer la foto perfecta. Por su parte, el joven león agazapado, ha centrado su mirada en la lente del fotógrafo. Ambos se estudian cautelosamente. Calculan la distancia. Ninguno de los dos quiere fallar. Los segundos transcurren pesadamente antes  que hombre y fiera se decidan y es que la espera, forma parte de un ritual. Los dioses finalmente se pronuncian: todo saldrá bien. Entonces, el tiempo se detiene. Es la señal. En perfecta sincronía, el clic de la cámara de fotos y el afilado zarpazo, rompen la quietud y se cruzan en el aire. Todo sucede al unísono, en el justo instante de las recompensas.


Relato ganador del II Concurso Purorrelato convocado por de Casa África en Julio 2014 y al que se presentaron microrrelatos de 17 países escritos en portugués, francés y castellano.
Para leer la publicación completa, pulse aquí



La muerte del rey


Julio 2014

Nunca supo que me atrapó en su magia y que lo admiraba por su  valentía y por la genialidad con que sus hazañas iban cambiando el curso de la historia africana. 
Tampoco supo que lo seguía fascinado cuando reunía al ejercito zulú para explicarles novedosas estrategias de guerra o les enseñaba a construir poderosos escudos y afiladas lanzas para el combate. Nunca supo que estuve junto a él cuando curtía con espinas las plantas de sus pies  para ser el más veloz en las batallas, ni que me transformé en su sombra para luchar a su lado contra los colonos invasores. No supo tampoco que yo creía en él y que no di crédito a los  rumores que decían que la guerra lo estaba volviendo un perturbado. 
Por eso, cuando me enteré de la conspiración que planeaban sus detractores y de cómo lo emboscaron y acuchillaron sin piedad hasta la muerte, no pude soportarlo. “¿Cómo puede ser? ¡África lo necesita!” grité desolado. 
En ese momento me sentí huérfano, furioso, impotente y reaccioné, como solo un adolescente sabe hacerlo. No quise saber nada más. ¡Se acabó! Como quien da un portazo, cerré el libro de historia, lo tiré al suelo, apagué la lamparita y me escondí bajo las sábanas. 
Allí estaba bien, donde nadie pudiera ver mi frustración por la muerte del más valiente y temerario guerrero de todos los tiempos, el mejor de los estrategas, el Gran Shaka, mi rey.

Relato finalista en el II Concurso de Microrrelatos de Casa África.
Leer la publicación completa Aquí




Mi abuelo africano


Julio 2013


Por las noches cuando todos dormían, mi abuelo se escapaba de casa. Solo yo conocía su secreto. Descalzo corría hasta la playa, se sumergía en el agua como un pez y nadaba y nadaba hasta llegar a Bangalala, una tierra recóndita, mágica y lejana que solo conocen los nativos y sus antepasados, nadie más. Allí, entre risas y tambores, se quedaba hasta el amanecer, hora en que regresaba a casa. Lo hacía así a diario, hasta un día que su alma le dijo que ya estaba cansada de ir y volver, que quería quedarse en Bangalala. El abuelo entonces, me contó lo que le pasaba y que no podría ir en contra de los deseos de su alma. 
Cuando encontraron su cuerpo en la playa, dijeron que el abuelo había muerto. Intenté explicarle a mi padre lo que yo sabía, pero sonrió y me abrazó o lo que es lo mismo, no me creyó. 
Solo yo sé que el abuelo no está muerto, porque las almas nunca mueren, él me lo dijo. Su alma ahora vive en Bangalala. Desde allí me cuida y muchas veces viene a verme. Yo no lo veo, pero lo sé. Lo reconozco por las marcas de arena que deja siempre  en el salón.
Seleccionado entre los relatos finalistas para formar parte de la publicación de la primera edición del concurso Purorrelato convocado por Casa África y en el que resultó ganadora Mar Horno García con el relato El Viajero. 
La publicación completa se puede leer: Aquí

http://www.casafrica.es/casafrica/Publicaciones/Purorrelato2013.pdf






Otro encuentro cercano


Enero 2011

–¿Y de beber, señor?
– ¡Gaseosa! le respondí a la azafata, mientras degustaba un suculento Filet-mignon a 35.000 pies de altura. 
Al fin regresaba a casa. Atrás quedaba Kansas y el hotel donde me reuní secretamente con aquella criatura de voz metálica y ojos de azogue. Fue un encuentro curioso, pero inútil. Me propuso un pacto por sentar a alguien en el banquillo. 
No recibo ordenes y no seré su abogado–. Fui muy contundente.
 Nunca rechazo un trabajo, pero defender a alienígenas que creen estar siendo exterminados por humanos mutantes, era tan absurdo como confundir la realidad con la ficción. Un autentico disparate. 
Ahora, aquel encuentro era solo un recuerdo. Mañana retomaría mi rutina habitual en el juzgado.
Excelente cena le comenté sonriente a la azafata. 
Entonces ella, apartándose el flequillo para guiñarme el enorme ojo que le crecía en la frente, respondió: 
La carne de alienígenas es de primera, señor.


El atracador


Diciembre 2010

La campana de la iglesia presagia que llega mi momento. Parapetado tras la columna permanezco inmóvil repasando cada detalle: factor sorpresa, disfraz, no coches, no luna, no luces.
Hoy me estrenaré como atracador. Aunque realmente soy solo un capricho de la reencarnación. Antes fui un abogado, pero mi vida de recursos, vencimientos, penas y apelaciones, acabó la tarde que sufrí un infarto fulminante. Ahora he vuelto e irónicamente, tendré que aprender a sobrevivir de esta manera… 
Estoy solo y muy nervioso. Oigo pasos. Mi primera víctima se acerca. Contengo la respiración y espero… espero… y ¡zas!. Salto y la sorprendo. La chica reacciona lanzándome una mandarina directamente a la cara. “¡Imbécil!”, grita mientras corro asustado. 
Una vez a salvo, me pregunto qué ha fallado y repaso de nuevo los detalles. La próxima vez no iré de Caperucita a la Plaza Mayor y mejor esperaré a que sea de noche.

Vida de cuento


Noviembre 2010

La carrera de Derecho no había sido un fin, sino el recurso que le permitió construirse un puente hacia la felicidad (léase vida fácil). Fue por eso que cuando sintió peligrar su vida de cuento, no dudó en destruir pruebas y guardarse el dinero. Con una clara visión del futuro decidió que hacia la media noche, su flamante Audi volvería a ser una calabaza y él dejaría de ser un afamado abogado para escapar cuan inocente Ceniciento, a por las bondadosas playas de Bahamas. Maletín en mano se disponía a partir, cuando un destello de luz lo paralizó dejándolo todo nublado.
–¿Dónde estoy? Es muy fría Bahamas.
La habitación del hospital donde permanecía con dos balas en el pecho y el calor de la única mano amiga, lo devolvieron a una realidad donde se cumplía la más temida de las profecías: “Te lo advertí hijo, te lo advertí”

Investigación criminal


Octubre 2010

De pie junto a la escena del crimen, Juan lo analizaba todo minuciosamente. La lluvia había borrado las marcas físicas. No había indicio de lucha. Halló un calcetín y una zapatilla que la victima presuntamente perdió al caer. El principal sospechoso había desaparecido sin dejar huellas. Para Juan estaba claro que la caída sufrida por la víctima no era accidental sino intencionada, un intento fallido de homicidio. Los objetos encontrados y las pruebas de ADN le permitirían fundamentar su alegato… Anotaba sus hallazgos, cuando escuchó pasos. ¿Algún testigo, quizás? Se volvió y vio entonces a su mujer: 
–¡Juan! ¿Otra vez jugando a ser Horatio Caine de CSI? No insistas. Ya te he dicho que el chiquillo salió al portal, el suelo estaba mojado, no vio la tortuga, la pisó, resbaló y se cayó. ¡Punto!
Imperturbable, Juan la miró de soslayo y seguidamente anotó en su cuaderno: “No hay testigos”.

El secreto


Julio 2010

El Fiscal Saavedra escondía algo. Se notaba en su peculiar manera de hablar y comportarse. Además, el hecho de ser manco alimentaba el halo de misterio que orbitaba siempre a su alrededor. En el Juzgado, estábamos convencidos de que era un fantasma, pero solo el día que desapareció, conocimos su secreto. 
Sucedió una mañana en la Sala de lo Penal, cuando el Juez amablemente le insistió que, en lugar de otro informe manuscrito, se atreviese finalmente con el ordenador. Fue entonces que Saavedra, visiblemente molesto, reaccionó violentamente: 
–¡Cáspita! ¡No cumpliré la condena que su señoría me ordena!– y dando un puñetazo sobre la mesa, se desintegró… 
En el suelo, mezclada con un puñado de arena, quedó su toga y un gastado maletín que contenía monedas de 1550, una maqueta del Golfo de Lepanto y un manuscrito de su puño y letra en el que se leía: “En un lugar de la Mancha…”

Sabiduría popular


Mayo 2010

Abatida abrí el refranero y escogí uno al azar: “Al mal tiempo, buena cara”. ¡Ojalá pudiera! Justo hoy me quedé en casa con migraña. Por mensajería recibí el despido laboral, el escrito de personación judicial y firmé confirmando mi asistencia a la vista oral. No hay marcha atrás, me juzgarán y es que a perro flaco… Aquel día mientras trabajaba en el banco vi dinero fácil y como la ocasión hace al ladrón, lo cogí sin pensar que la avaricia… Me pillaron. Mi fotografía in-fraganti apareció en los periódicos bajo el titular “Una imagen vale más…”. Ahora solo espero un milagro… Tocan el timbre. ¿Será una señal? No. Es mi amiga Sandra que me trae una blusa muy sexy diseño de Armani, para el día del juicio. Le digo que es demasiado escotada y responde: -Pues eso, a lo hecho… ¡pecho! Y al mal tiempo…

Noticias póstumas


Marzo 2010

Como si fuera una ofrenda, escribo esta nota al pie de tu fotografía, pues quiero que estés al corriente, te lo mereces. Hoy el juez ha sido categórico: sobreseimiento definitivo. No hay indicios de delito, ni causa, ni argumento que sostenga que tu muerte fue un asesinato, nada. ¡Se acabó! Tu madre dice que recurrirá al Supremo, pero no me preocupa. La idea me la dio ella misma, al decirme que heredaste de tu padre una terrible alergia a las picaduras de avispas. Que sorpresa, ¿verdad? Aquella tarde cuando caminando por el jardín confesaste tus infidelidades y me prometiste que nunca mas lo harías, decidí que ya me encargaría yo de que así fuera. El resto lo conoces, fue cosa de las avispas… africanas por cierto. Bueno, por hoy me despido. Esta noche cenaré con mi abogado y mañana mismo empiezo los trámites para cobrar tu seguro. ¡Que descanses!

Relato finalista publicado en: Aquí